Humor

Un peso

Un peso

Lorenzo estaba sentado en el baño, mirándose las manos sucias de tanto contar billetes y con marcas de fibrones negros indelebles. Bajo las uñas tenía algo de suciedad que trataba de sacar usando las uñas de la otra mano. Luego, se toca el cuello adolorido y se lo masajea brevemente con los dedos. Ya van casi seis horas de atender en la misma caja y el cuerpo comienza a pasarle factura. Se le estaba acabando su descanso de quince minutos, cuando escucha que alguien toca la puerta violentamente.
-¿Podés meterle ganas, querido? El local está lleno, metele.

El muchacho se despabila, procede a lavarse las manos y se las seca con el pantalón pésimamente, dejándola aún un tanto húmedas. Sale por la puerta y ahora está en una bodega llena de pilas y pilas de cajas multicolores. Mientras camina entre las estanterías, volviendo a su puesto en la caja registradora, se le acerca el mismo hombre que antes le había tocado la puerta, ahora con un celular pegado a la oreja.
- Aguardame un segundo - le dice a su celular, y luego se dirige a Lorenzo - Papi, tratá de tardar menos que justo hoy viene una oleada de gente ¿Estamos? 

Lorenzo asiente sutilmente, tragándose sus palabras. Aquel hombre es Gerardo, dueño de la juguetería Cosquillitas en la que nuestro joven protagonista trabaja. Es un hombre rechoncho, de casi 50 años, barba en candado y unos anteojos gruesos. A pesar del calor de la bodega, se abrocha la camisa hasta el último botón, apretándole su papada transpirada al cuello de su camisa beige manga corta. 
Ahora Lorenzo cruza la puerta, saliendo de la bodega, y entrando en el local. Frente a él, una fila desde las cajas registradoras hasta la puerta principal del edificio, algo así como 45 metros de largo de pura gente apiñada. Y ni siquiera se sabe cuántas personas más hacen fila afuera. Es que ese día, el día previo al Día del Niño, al dueño del local se le ocurrió hacer una promoción de 25% pagando en efectivo. Pero obviamente él nunca iría a pérdida, ya que como buen mercenario, fue subiendo los precios paulatinamente durante toda la semana previa para que, llegado ese día, hiciera una “oferta” de descuento y se saliera con la suya.

Se coloca en su posición de cajero y retira el cartel que dice “Caja cerrada” y llama al siguiente en la fila. Parece que el calor del día - 34° en pleno Agosto, algo extraño para esas fechas - y la larga espera puso a los clientes de mal humor. Después de atender al tercero en la fila, ni un buenas tardes, ningunas gracias.  Media hora después, mientras se seca el sudor de la frente con un pañuelo, con las miradas de la gente de la fila clavadas en cualquiera de sus accionares, revisa su celular vibrante. Es una llamada de su madre e, incluso sin atenderla, ya sabe porqué lo está llamando. Antes de atenderla, le pide cortésmente al siguiente cliente que pase por la caja de al lado, y recibe una mueca de disgusto como respuesta.

- Ma ¿Qué pasó? - atiende Lorenzo, asustado.
- Lorenzo, tu papá… - responde la voz del otro lado, llorando-  Ya está muy grave. El doctor dice que le quedan dos días, como máximo.
En ese momento, siente un horrible nudo en la garganta. Apenas le sale un hilo de voz para responder.
- Ay Dios… Bueno, voy a hablar con mi jefe. Te amo mamá, tengo que cortar.
- Ya sé, no te preocupes. Te amo hijo, vení cuando puedas.

Corta la llamada, y se seca las lágrimas que recorren sus mejillas. Los clientes extrañados en la caja de al lado le preguntan a la cajera qué es lo que le está pasando.
Su papá tiene cáncer de páncreas, incurable y fulminante. Lorenzo sabía que el final de la vida de su papá era cuestión de semanas; creyó que había procesado la noticia con la calma que se  requería para la ocasión, pero el dolor que sintió en ese instante fue indescriptible. Sentía un hueco en sus entrañas, las lágrimas fluían sin el mínimo control, y sólo atinó a taparse la boca para evitar que sus sollozos asustase a las personas. La cajera contigua supo con solo verlo la noticia que había recibido y, con una gran congoja, se acercó a abrazarlo, dejando a los clientes esperando.
Lorenzo recupera un instante el aliento, y decide ir a hablar con Gerardo. Cierra su caja nuevamente, coloca el cartel de “Caja cerrada” frente a la mirada atónita de más de 50 clientes en la fila. Camina en dirección a la bodega, abre la puerta y se sienta unos segundos en un par de palets apilados. Aparece Gerardo entre las estanterías, otra vez con el celular pegado a su rostro, hablando por teléfono. 
El jefe se percata de la presencia del muchacho. Lorenzo, al verlo, se pone en pie y se seca las lágrimas. Trata de conservar la calma y habla entre sollozos con su jefe.
- Señor, disculpe, es mi papá. Le quedan dos días. 
Gerardo aparta el celular de su oreja y pregunta, despectivamente:
- ¿Perdón, qué pasa ahora?
- Mi papá, ¿se acuerda? ya lo habíamos hablado. Le quedan dos días como máximo.
El jefe atiende nuevamente el celular y dice “Después te llamo, surgió algo. Nos vemos allá”. Luego, sigue hablando con el cajero.
- Comprendo. 
- Necesito estar con él. Usted entenderá.
Gerardo suspira profusamente, evidenciando molestia por la noticia. 
- Pasa que justo ahora que tenemos tantos clientes...
Lorenzo, sorprendido por la respuesta, abre los ojos y se queda sin palabras. Vuelve a sonar el celular del jefe, lo revisa y atiende. Habla por unos segundos y sigue la conversación con el muchacho.
- Ya me tengo que ir. Hagamos una cosa: andá a ver a tu papá y cuando se termine de morir volvés a atender. Mañana es el día del niño, es importante.
Terminada la conversación, Gerardo se va.

El rostro congelado del cajero expresaba perfectamente la falta de tacto y la maldad gratuita que había recibido hace instantes. Fue allí que todos esos recuerdos volvieron a la mente. Todas esas horas extras, días agotadores de sobreexplotación, el calor insoportable que debía tolerar por la avaricia de un gerente incapaz de gastar un centavo en electricidad. Cada insulto, cada mal trato, cada manipulación. Ver a Gerardo pasar y tener que cuidarse de sus repugnantes expresiones lo enojaba; verlo holgazanear todo el tiempo con su celular y recibir quejas sobre su propia productividad lo enfurecía. El rostro congelado se convirtió, poco a poco, en una expresión de ira mientras sus manos, temblorosas, cerraban el puño con fuerza. 
Quedaba media hora más de atención al público. Lorenzo nuevamente fue a su puesto, para sorpresa de su compañera cajera. Ella le dijo mientras atendía:
- ¿Está todo bien?
- Si, bien. - responde fríamente.
- ¿Seguro? Tengo que ir al baño, y no quiero dejarte solo ahora.
- Andá tranquila. No pasa nada.
- Bueno - respondió dudosa - Gracias, ya vuelvo.

La cajera cierra su caja y se aleja. Lorenzo, actuando sistemáticamente, llama a los clientes. La fila sigue igual de extensa, con personas más allá de la vista.
Pasa un producto, el lector lo lee. El cliente saca su billetera y pregunta el valor total.
Un pensamiento atraviesa la mente del muchacho. Sabe que no hay vuelta atrás, pero ya nada le importa. Nada.
- Un peso.
- ¿Cómo? - dice la cliente
- Un peso - repite Lorenzo, con una sonrisa cálida en su rostro.
- No puede ser, decía $3.250
- Estoy seguro, señora. Un peso, nada más.
- Está bien - responde la cliente, sin salir de su asombro - si vos decís. 
La clienta paga y pasa el siguiente. Pasa todos los productos, seis en total. Lorenzo dice:
- Un peso.
- No puede ser, acá hay $10.000 pesos como mínimo.
- Un peso, señor. Es una oferta especial.
- ¡Entonces mil gracias! 
Uno, dos o diez productos; sin importar qué tan grande fuera su valor o tamaño, la respuesta del cajero siempre fue un peso.  Los clientes eran atendidos con rapidez, en unos segundos ya estaban en la vereda, con sus rostros sonrientes. Algunos notaron la gran oferta que el cajero ofrecía, así que abandonaban la fila, corrían por más juguetes y volvían nuevamente a la fila. Algunos incluso con carros llenos al tope. Y así, rápidamente, las estanterías con ladrillos Lego se fueron vaciando. Le siguieron las de grandes peluches, juegos de mesa, libros para colorear, mochilas, autos a control remoto, armas y pistolas de plástico, camas elásticas, etc. A veces querían pagar con billetes de alta denominación, y para evitar perder cambio, Lorenzo directamente se los dejaba como deuda para la próxima vez que visitaran el local. 
Para cuando su compañera sale del baño, no quedaba nada ni nadie. Fue tal el frenesí del consumismo y la velocidad de atención al cliente que, al cabo de quince minutos, sólo quedaban las cajas registradoras vacías.
La chica, estupefacta, pregunta:
- ¿¡Qué pasó acá!?
Lorenzo suspira y dice:
- Ahora soy libre.
Y sin decir más palabras, deja su gorra de Juguetería Cosquillitas y sale por la puerta principal.