Humor

El Pecarí

El Pecarí

El pecarí rasguñaba la tierra, buscando ansiosamente hongos subterráneos cerca de las raíces de un ombú solitario en medio de la nada. Son hongos que sólo ellos pueden distinguir incluso a una profundidad considerable. Horacio lo observaba a la distancia, agazapado silenciosamente entre los pastos altos; en una mano un facón y en el otro unas boleadoras. Tirado en el suelo, recordaba lo que alguna vez le había comentado el patrón, un acaudalado terrateniente. Le había dicho que existían cerdos domesticados para encontrar trufas. “Quién se va a poner a enseñarle algo a un chancho” pensaba, “es una pérdida de tiempo”. Él sabía que lo mejor que tienen los chanchos no es su cerebro, sino su sabor. 

El animal levantó la cabeza y observó a su alrededor, temeroso. Horacio sabe que, de alguna manera, el pecarí descubrió sus intenciones incluso aunque no lo pueda ver. “No hice ningún ruido, no puede descubrirme por eso. A no ser que me haya olido” pensó y, a pesar de sus pocos conocimientos de biología, acertó. Mientras tanto, el cerdo salvaje comenzó a impacientarse. Si huyera podría correr a una velocidad inalcanzable y Horacio no tendría oportunidad alguna, así que arrojó las boleadoras hacia él, rogando que por lo menos se les enredaran en un par de patas. Correría, sí, pero torpemente, lo que le daría tiempo para acercarse lo suficiente y terminar el trabajo con su cuchillo.

Pero el animal se percató, y esquivó muy fácilmente la trampa. Corrió hacia un terreno cercano, justo hacia un alambrado que separaba al mismo del resto de la planicie sin dueño. En su desesperación, el cerdo se enredó las patas con el alambrado. “¡Vamos carajo!” dijo Horacio para sus adentros mientras corría hacia el animal, sólo para ver a medio camino que lograba desenredarse de sus ataduras y emprender nuevamente la huida.

- ¡La puta que lo parió!  - gritó, ya con visible enojo.

Ahora tiene que explicarle a su esposa por qué no van a tener qué comer durante unos días, justo ahora que Braulio, su hijo, anda enfermo y con fiebre. El muchacho, de no ser por la enfermedad, lo habría acompañado y la cacería, tal vez, hubiera rendido frutos. Además, él corre más rápido. Seguramente hubiera alcanzado al cerdo cuando estaba en el alambrado. Horacio se siente viejo para estas aventuras de gaucho, y quiere dejarle estos conocimientos básicos a su hijo mayor para que, cuando él ya no pueda moverse con la gracia de antes, pueda encargarse de los labores de la casa. 

 

 

El sol ya comenzaba a bajar. Se estaba poniendo oscuro y tendría que caminar bastante para llegar a casa. De pronto, un reflejo de luz le dió de lleno en los ojos. Instantáneamente giró su cabeza hacia la dirección de donde procedía ese rayo de luz. A Horacio se le pasaron muchos pensamientos por la cabeza ¿Será que alguien lo habrá estado espiando todo este tiempo y, en algún momento de descuido, reflejó el sol con algún objeto metálico? ¿Será un niño jugando con un espejo? ¿Qué objeto reflejaría la luz con tanta intensidad, y para peor, en el medio de la pampa? 

- ¿Quién anda ahí? - gritó, mientras sostenía el facón con firmeza. Nadie contestó, salvo unos teros que se asustaron y se fueron volando dando sus característicos gritos. Volvió a gritar, dispuesto a cualquier cosa, aunque jamás había matado a un hombre. Es decir, una sola vez tuvo que defenderse de un borracho en una pulpería que lo había amenazado con una damajuana y, para evitar una trifulca mayor, le rasguñó una mejilla con su facón.

Entonces divisó, del otro lado del alambrado y escondido detrás de un ombú solitario, un objeto que sobresalía. Se sorprendió de no haberlo visto antes. Es decir, un árbol como el ombú es uno de los más grandes que existen. Tal vez no se percató del mismo por la adrenalina de la cacería, tenía la vista tan clavada en ese chancho salvaje que nada más podría distraerlo. Observó a su alrededor, vigilante, buscando a algún sereno o al mismo dueño del terreno, pero sólo vió un rancho tan alejado que apenas podía distinguirse. Movido por la curiosidad pensó en cruzar el alambrado, pero también tenía sus dudas. Meterse en terreno ajeno es para problemas, y más si el terreno realmente pertenecía al gobernador Juan Manuel de Rosas, como le habían comentado hace meses. “No creo que ande por acá, debe andar por la capital” pensó, para luego decirse a sí mismo y en voz baja “máh si, yo me mando”. No había nadie alrededor, y si lo hacía rápidamente, jamás se darían cuenta. 

 

Cruzó lentamente una pierna sobre el alambrado y luego la otra. “Braulio lo hubiera hecho de un salto” se dijo, mientras caminaba hacia ese ancho ombú con el misterioso tesoro que escondía tras él. Mientras más se acercaba, más podía ver del extremo que sobresalía. Ahora pudo observar el color. Era celeste, un celeste vívido y radiante como el mismo cielo. Y tenía, en la parte inferior, un círculo de color rojo que variaba de tonalidades mientras más se acercaba. “Qué carajo es esa cosa” dijo, visiblemente sorprendido, mientras le daba la vuelta al ombú.

Ahí fue cuando vio el objeto por completo. Era una cosa que él, en sus 40 y tantos años, jamás había visto. Era largo, como un caballo de largo o tal vez más. Era alto, pero no tanto, más o menos lo mismo que una persona sentada en una silla. El objeto parecía estar hecho de metal con delicadas curvas, y pintado con tal perfección que una mano humana nunca hubiera logrado. Por delante, por detrás y por los costados, tenía sectores donde no había metal y se podía ver a través del mismo. Eran de vidrio, uno tan fino y tan libre de impurezas que parecía sacado de los mejores vitrales de las iglesias europeas. Horacio simplemente no entendía lo que estaba observando. Sintió que los párpados le dolían de tanto abrir los ojos. Pero su curiosidad pudo más, y avanzó un par de pasos más para revisar con detenimiento lo que tenía frente a él. Observó a través de los cristales, donde encontró lo que parecían asientos. “¡Esto es una carroza!” pensó “Pero una que nunca había visto antes”. Eso explicaba las ruedas anchas ubicadas a los costados y que se perdían entre el pasto y el barro. Rodeó la carroza buscando dónde se enganchaban los caballos, pero no encontró nada. ¿Cómo podía moverse una carroza si no es con la fuerza de los animales? Él ya había conducido coches de lujo tirados a caballo en una oportunidad, aquellas que sólo los hombres más importantes del Virreinato podían costear, cuando el chofer de su patrón estaba en cama por la fiebre. Sin embargo, la carroza de su patrón palidecía en comparación con la carroza celeste. Entonces fue cuando encontró una puerta. Tenía un picaporte extraño, uno que no supo abrir hasta que intentó varias veces: resulta que tenía un botón por la parte delantera, uno de color plateado bastante pronunciado. Asomó la cabeza por el interior, y lo invadió un aroma a pino muy fuerte. Pasó la mano por un asiento que estaba envuelto de un cuero tan hermosamente producido que creyó que era imposible que sea tan suave como el terciopelo. Le llamó mucho la atención la rueda que aparecía justo enfrente del asiento, sobresaliendo de una larga mesada también recubierta de cuero y rodeado por perillas, botones y vidrios con inscripciones extrañas dentro. Algunos parecían relojes, pero no se movían. “Qué cosa más rara che” pensó, mientras movía la rueda que, por lo que él veía, no estaba haciendo ningún efecto. 

 

Decidió que se iba a meter dentro. Conducir una de estas carrozas debería ser la cosa más complicada, lujosa pero extraña que alguien podría hacer, y sin embargo le llamaba poderosamente la atención. Se sentó, tocó todo lo que le causaba curiosidad hasta que encontró una llave puesta en una ranura. Con algo de duda, giró la llave y un ruido como el de un tren se encendió de repente. Horacio se asustó tanto, creyó que algo estaba por estallar, pero el sonido aminoró tanto su violencia que ahora parecía el ronroneo de un gato. “Me cagué en las patas” pensaba, mientras apoyaba su mano en el pecho, como tratando de calmar su corazón asustado. Pudo observar su rostro relajándose poco a poco gracias a un pequeño espejo cuadrado que colgaba del techo. No había notado que del mismo espejo colgaba un rosario con la imagen de la Virgen de Luján y, a su lado, un pequeño escudo color blanco y rojo con un texto que, al parecer, estaba en inglés. Él sabía que algunas familias de Europa tenían sus propios escudos con símbolos variados que representan sus apellidos. “Ri… ver… pláte” leyó en voz alta. “Seguro son gringos”.

 

Sintió que sus botines tocaban algo que sobresalía del suelo de la carroza. Bajó la mirada y se encontró con tres pedales, muy similares a los que sobresalen de una pianola. Lo sabía porque a veces, cuando su patrón no anda cerca, se escabulle para tocar la pianola que el hombre tiene en la sala de su estancia. Horacio no sabe tocar nada más que el inicio de una canción de iglesia, pero fue suficiente para impresionar a uno de los cocineros mulatos del patrón. “No me puedo creer que esta cosa también hace canciones” se dijo en voz baja, mientras pisaba completamente uno de los pedales. Automáticamente, la carroza hizo un sonido aturdidor y comenzó a moverse hacia adelante a toda velocidad. 

Horacio gritaba del pánico y, aunque le costara admitirlo, se orinó en sus bombachas de campo, esa que tanto trabajo le costó coser a su esposa. La carroza pasó de estar en absoluta quietud a moverse tan rápido como un caballo desbocado. Por la adrenalina del momento, tapó su vista con un brazo, mientras que el resto del cuerpo quedaba paralizado. Quería dejar de presionar el pedal, pero su inmovilidad no se lo permitió. Habría avanzado alocadamente por la pampa de no ser por un aislado ombú que se interpuso. 

 

¿Cuántas posibilidades hay de encontrarse con otro árbol en tan extensa y vacía llanura? Muy pocas, casi nulas diría, pero ahí estaba el ombú que pasó de tener una corteza firme y homogénea a ser una mezcla de astillas, metal, vidrio y sangre. La carroza se deformó, sus delicadas curvas ahora eran ángulos rectos y oxidados. La pulcra pintura se cuarteó, los vidrios estallaron en pedazos y el rosario de la Virgen se perdió entre el caos, como si quisiera alejar su mirada de la sangre que caía a borbotones por el rostro del gaucho. 

 

Ni siquiera Horacio recuerda cómo pudo arrastrar su cuerpo fuera de la ya indistinguible carroza celeste. Tampoco se acuerda de haber llegado a su rancho. En un momento, pasó de estar gritando del pánico dentro de una máquina infernal, a estar recostado sobre su cama de paja, adormecido del cuello para abajo, con el brazo siendo sostenido desde su cuello por una soga. 

Braulio entra a su habitación. Entre sollozos le jura que nunca más lo dejará ir de cacería sólo, le dice que tuvo mucha suerte de haberlo encontrado vivo después de una noche fría a la intemperie y con tantas quebraduras. Le pide que le cuente cómo es que se dañó tanto, si fue víctima de un puma salvaje o si se metió en problema con alguna banda de canallas que lo quisieron asaltar, porque cuando él lo encontró no había nada a su alrededor. Horacio escucha levemente y trata de hablar, pero no tiene fuerzas para impostar su voz. Braulio acerca su oído a su boca esperando una respuesta. 

Riberplaté… Fiat... seiscientos… - balbuceó Horacio con un hilo de voz, mientras cerraba los ojos para quedarse profundamente dormido.